martes, 21 de diciembre de 2010

Breve relato de amor breve.



La verdad que los placeres de la noche son siempre bienvenidos y aunque no siempre agradecidos para aquellos a los que nos gusta tapar agujeros con pedacitos de luna. La noche, en toda la extensión de la palabra oscuridad y luz neón, caminatas largas llenas de estrellas y en una de esas las ves tanto que te estrellas. Soledad y compañía, sonrisas alcoholizadas entre cigarrillos sociables que disfrazan las palabras con su humo incesante.
Así estaba yo, distante, de mi y del mundo.
Mis pasos silenciosos ante el barullo, unos pies más unos pies menos y yo enfrascada en la música que elegía al azar pulsando el botoncito blanco del ipod.
Entro en un bar pequeño infestado de humo, de empujones en todas direcciones y la vejiga llena esperando descargarse. En la fila, interminable al parecer de todos los que la formábamos con unas ganas de mear incontrolables, se escuchan comentarios banales, risas capitales y puños que golpean con fuerza la puerta del lavabo. La puerta se abre dejando salir un grupo de chicos y chicas con los ojos saltones y polvitos blancos en la punta de la nariz. Alterados salen dando gritos, ansiosos por moverse sin rumbo fijo. Yo los miro, con esa mirada que si dura más de un minuto molesta y uno se da cuenta y también me mira rascándose la nariz. Mi mirada lo evade avergonzada de observar, al suelo me digo y cuando menos los pienso unos zapatos chocan con los míos. El chico me toca la cara y la levanta suavemente tocándome el mentón, mi cara se transforma en un signo de interrogación tratando de cerrar los ojos como cuando sabes que una escena inesperada esta apunto de ocurrir. Cuando abro los ojos el chico llora y siento sus lagrimas cayendo justo en la punta de mis labios, se aferra a mi como si me conociera de años y yo lo abrazo tan fuerte, como si lo conociera de años. Sus manos comienzan a tocar mi espalda apretando cada punto y dibujando círculos que se unen de arriba abajo. Suspira y suspiro. También dibujo círculos en su piel, meto las manos por debajo de su ropa y al tocarlo me doy cuenta que está helado. Me separo bruscamente y al hacerlo abro los ojos, miro su rostro pálido, su mirada decaída me habla, pero el está ausente. Lo tomo de la mano y lo saco de aquél lugar, el me aprieta pero no me habla, no me impide seguir. Al frente del bar hay un pequeño parque, cruzo la calle tirando de su mano con mucha fuerza y corro hacía el césped sin mirar atrás. Cuando me detengo, él toma mi mano y levantando su camisa me enseña una marca llena de luz debajo del ombligo. Mi dedo la toca, por simple curiosidad y al hacerlo mis manos se contagian  de aquel mágico resplandor. De repente todo a nuestro alrededor comienza a moverse como un terremoto y fuertes vientos nos azotan el cabello contra la cara. El parque comienza a tomar formas extrañas, los árboles se transforman en rostros de ancianos con largas barbas blancas y el césped en una superficie transparente a través de la cual puedo ver millones de libélulas que saltan sin control. Por un momento mi respiración se detiene y puedo ver su dedo que empujando hacia dentro perfora por encima de mi ombligo inundándome de luz. Yo no siento nada, ningún dolor se desprende de aquella acción solo una brisa helada que me invade el cuerpo y escucho una voz lejana que canta con asombrosa entonación. El chico acerca lentamente sus labios a mi oreja y después de lamerla me dice: Soy aquél que está en tus sueños, con el que has dormido siempre. Yo me aferro a él y lo beso tiernamente sin importarme lo absurdo de aquella situación y me acerco a su oreja y muy despacito le digo: Soy aquella con la que has dormido siempre, aquella que no te pertenece.



















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